ciento noventa y tres

Tenía un león sobre la cabeza. Lo paseaba de aquí para allá, de allá para aquí con la nuca alta y la mirada altiva. Lo paseaba como quien pasea un tocado de plumas de avestruz. Con una elegancia de cementerio, una obsesión de matemático descifrando el sonido de la lluvia de verano. Lo paseaba como digo, con altanería, sobriedad, concentración y sin pavor. Pareciese que su cabeza y el león fuesen amantes desde antes del big bang. Caminaban unidos por un diálogo interno y en ocasiones, de un forma tan natural como bostezar, le lanzaba un trozo de carne al aire y seguía paseando.